Vivimos en una época donde todo gira en torno a prolongar la vida, maximizar la experiencia, evitar el sufrimiento y alcanzar el éxito. El discurso del mundo nos invita a aferrarnos a cada instante como si fuera el último, a vivir intensamente, a no desaprovechar oportunidades, a no soltar nada ni a nadie. Pero, ¿qué pasa cuando ese afán por retenerlo todo nos impide mirar hacia lo eterno?
Jesús nos dijo algo profundamente radical: “El que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí, la hallará” (Mateo 16:25). Este mensaje nos confronta, porque desafía el instinto más básico del ser humano: preservar la vida. Sin embargo, no se trata de una invitación a la resignación ni al desprecio por la existencia, sino a un acto de libertad espiritual: soltar el control y confiar en Dios.
Aferrarse a la vida, a los logros, a la seguridad, al prestigio, incluso a los afectos puede terminar convirtiéndose en idolatría. Sin darnos cuenta, desplazamos a Dios del centro y colocamos allí nuestras propias metas. Es allí donde el alma comienza a alejarse, no porque Dios se mueva, sino porque nosotros dejamos de escucharlo.
Dios no nos llama a despreciar la vida, sino a vivirla con sentido. A reconocer que este mundo es pasajero y que todo lo que nos ha sido dado es una oportunidad para amar, servir y sembrar para lo eterno. No es pecado disfrutar de lo bueno, pero sí lo es convertirlo en nuestro dios.
La fe cristiana nos invita a vivir con los pies en la tierra, pero con el corazón en el cielo. A trabajar, luchar, amar y construir, pero sabiendo que nuestra vida no nos pertenece. Que somos administradores, no dueños.
Tal vez hoy sea un buen momento para revisar cuánto de nuestra energía está dirigida a retener y cuánto a entregar. A lo mejor, el acto más liberador que podamos hacer no sea aferrarnos, sino abrir las manos y confiar. Porque cuando dejamos de luchar por controlar la vida, comenzamos verdaderamente a vivirla en Dios.